San Sebastián nació
en Narbona (Francia) en el seno de una familia romana adinerada y
vivió en Milán. Muy joven entró a formar parte de la guardia
pretoriana, en la que pronto alcanzó la confianza imperial y altas
responsabilidades. Por su fidelidad y lealtad, se acercó muy pronto
a los emperadores Diocleciano y Maximiano (286-305), que lo
escogieron para formar parte de su cuerpo de guardia personal. El
hecho de merecer la confianza imperial le permitía desarrollar una
eficaz campaña paralela de apoyo, asistencia y consuelo a cristianos
encarcelados, como también la propagación del Evangelio a familias
nobles y magistrados.
Los emperadores, viendo
como una amenaza la expansión del cristianismo, endurecieron la
persecución a los cristianos. La fiel comunidad de Roma se reunió
atemorizada en torno al papa Cayo, que distribuyó una
responsabilidad concreta ante el peligro; a Sebastián le adjudica el
título de defensor de la Iglesia. Los martirios se sucedieron
entonces.
La actividad de
Sebastián iba acompañada de hechos notables y prodigiosos, y
provocaban una intensa propagación del cristianismo. Se unía a
ello, además, su celo en la asistencia a los encarcelados y la
piadosa sepultura a los mártires. Todo esto, naturalmente, no pasó
desapercibido.
Fue denunciado y
llamado a juicio por los emperadores, y Diocleciano lo acusó de
falta de fidelidad al Imperio. Sebastián rebatió la acusación y
afirmó que siempre había rezado a Dios por la salvación de Roma.
Comprobada la constancia y firmeza de su profesión cristiana, el
joven oficial fue condenado a muerte por medio del suplicio de
flechas. Trasladado por sus compañeros a un lugar apropiado, fue
atado desnudo a un tronco de árbol y asaeteado con multitud de
flechas.
Los verdugos,
creyéndolo muerto, lo abandonaron en el tronco. En plena noche, los
cristianos cercanos a él, se acercaron al lugar del suplicio para
recuperar el cuerpo de Sebastián y darle digna sepultura. Entonces
se dieron cuenta que aún permanecía vivo. La noble dama Irene
(después Santa Irene), viuda del mártir Cástulo, lo trasladó a su
palacio, donde lo curó, y prodigiosamente se restableció.
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